Joaquín sigue siendo Sabina
Que Sabina se caiga y el show se suspenda no debería ser noticia más allá del propio susto. La noticia debería ser que el andaluz sigue levantándose, una y otra vez
Joaquin Sabina y Joan Manuel Serrat este miércoles en el escenario del Wizink Center. MARIANO REGIDOR (REDFERNS)
ELVIRA SASTRE
Madrid 13 FEB 2020 - 21:31 CET
Es estimulante ver cómo en esta época de nuevos y fugaces talentos, donde prima el single frente al álbum, en la que si no tienes presencia en redes a pocos les interesa dónde cantas, en la que importa más la foto con el nuevo antes que con los de siempre, aún resiste el consenso y somos conscientes de la suerte que tenemos por tener a dos grandes maestros vivos y en activo, como es el caso de Serrat y Sabina.
Es fácil que uno crezca con la idea de que sólo se puede aprender cuando no sabe nada, que nada tiene la vida que enseñarnos cuando ya la hemos sufrido. Sin embargo, llegan dos señores de setenta y seis y setenta y un años, se calzan la americana y la guitarra y salen a comerse el WiZink Center de Madrid como si entre los dos sumaran cien años menos de los que marcan sus cuerpos y uno siente, por suerte, que el camino es infinitamente largo.
Lo que ambos hacen ahí arriba, aunque nos tengan acostumbrados, es una verdadera proeza. La energía que se descarga en el escenario sufre un choque frontal con la que se recibe desde las gradas y eso hace que te conviertas en otro ser, muy alejado de lo humano, inflado de nervio y garra, sabedor del poder que te da estar en los ojos de tantísimas personas a la vez.
Parece fácil –ese es su talento y su triunfo–, y así lo recibimos: como si no existiera otra opción, como si el artista fuera mero transmisor de su arte y no tuviera un cuerpo que sufre, que a veces no llega. Alguien pide, entonces, que se retiren. Y yo no puedo entenderlo: nadie pediría a la música que dejara de sonar. no sabe nada, que nada tiene la vida que enseñarnos cuando ya la hemos sufrido. Sin embargo, llegan dos señores de setenta y seis y setenta y un años, se calzan la americana y la guitarra y salen a comerse el WiZink Center de Madrid como si entre los dos sumaran cien años menos de los que marcan sus cuerpos y uno siente, por suerte, que el camino es infinitamente largo.
Lo que ambos hacen ahí arriba, aunque nos tengan acostumbrados, es una verdadera proeza. La energía que se descarga en el escenario sufre un choque frontal con la que se recibe desde las gradas y eso hace que te conviertas en otro ser, muy alejado de lo humano, inflado de nervio y garra, sabedor del poder que te da estar en los ojos de tantísimas personas a la vez.
Parece fácil –ese es su talento y su triunfo–, y así lo recibimos: como si no existiera otra opción, como si el artista fuera mero transmisor de su arte y no tuviera un cuerpo que sufre, que a veces no llega. Alguien pide, entonces, que se retiren. Y yo no puedo entenderlo: nadie pediría a la música que dejara de sonar.
Que Sabina se caiga y el show se suspenda no debería ser noticia más allá del propio susto. La noticia debería ser que el andaluz sigue levantándose, una y otra vez, con el empeño de los obstinados y el bombín en alto, para salir al escenario madrileño y enfrentarse a él como si nunca lo hubiera hecho, como si aún le quedara algo por demostrar. Porque si no fuera así, si él pensara que ya lo ha cantado todo, estoy segura de que dejaría de hacerlo. Pero Sabina es perro viejo y sabe que le queda todo lo que la vida quiera enseñarle.
Así que no. La noticia no debería ser el show suspendido o el accidente maldito. La noticia debería ser que Joaquín sigue trabajando todos los días para seguir siendo Sabina a pesar de todo lo que eso implica y por los motivos que sean.
Esa imagen, la de Serrat llevando la silla de ruedas en la que Sabina ofrece explicaciones y se lamenta ante diecisiete mil personas, no es más que la de la canción que se resiste a dejar de sonar. Y no lo hará porque el futuro estará siempre dispuesto a escucharla.
Madrid me mata.
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