miércoles, mayo 06, 2020

Madrugadas humeantes

Madrugadas humeantes

ALGO QUE DECIR
He sentido con la muerte del músico (Aute) que una buena parte de mí se iba con él, un trozo de juventud irredenta...

PASCUAL GARCÍA
Miércoles, 6 mayo 2020, 01:04

De aquella época, nuestra época, recuerdo que las canciones de Luis Eduardo Aute eran la banda sonora de un desamor que se prolongó en el tiempo hasta convertirse en una costumbre amorosa y al fin en un error inevitable. Recuerdo que dormíamos poco, que estudiábamos interminablemente mi amiga Lola y yo y que a la vuelta del verano regresaba del pueblo como un animal enjaulado al que de repente le han dado suelta en plena naturaleza. Me encontraba entonces con un nuevo curso y con la feria de Murcia, emociones opuestas y la canción de 'Las cuatro y diez'. Todos nos enamoramos con aquella letra y aquella melodía, pero alguno de nosotros, pongamos que hablo de mí, seguimos estudiando como si nada, poniendo el casete del cantautor filipino para que nos acompañara en las altas horas nocturnas de tristeza y trabajo.

En mi caso debió de ser alguna epidemia melancólica, una indigestión de apuntes, la soledad y una alimentación deficiente, porque escuché todas las canciones de Aute en un estado de congoja erótica y de fragilidad afectiva cercanos a la imagen trágica de los héroes románticos y, mientras que los otros, incluido el propio Aute por supuesto, sobre todo el propio Aute, triunfaban entre las mujeres con inusitada frecuencia al son de aquellas inmortales 'De alguna manera', 'Pasaba por aquí' o 'Anda', yo iba encogiéndome poco a poco hasta tragarme mi propia tristeza en una época en que apenas fui un espectro adolescente instalado ya en los tardíos y un punto ridículos veinte años.

Por supuesto que Aute no tenía la culpa de mis torpezas amatorias, pero me era imposible escuchar aquellas sugerentes canciones y no pensar que me excluían a mí, que todo aquello no iba conmigo. Mi amiga Lola y yo insistíamos en un viejo y entrañable piso de estudiantes de Vistalegre día tras día en intentar entender las razones intrincadas de un puñado de teorías literarias y de incógnitas gramaticales y muy a menudo poníamos una casete en el aparato de música más duro que vi nunca. Le dábamos la vuelta una y otra vez, nos emborrachábamos con aquellos versos inolvidables: «Anda/ quítate el vestido/ las flores y las trampas...»; o con aquellos otros: «Te veo muy distinta,/ Es nuevo ese carmín/ Estás mucho más guapa,/ Será que te embellece ser feliz».

Ahora que lo pienso me duele menos el fallecimiento de Luis Eduardo Aute, sin duda uno de los mejores y más grandes cantautores españoles, pintor, escritor y artista integral, que la muerte en mi memoria ya gastada de aquellos años, el dolor en sordina que apenas me apremia de la oscura, precaria y delicada, en algún modo, década de los ochenta. Tuvo su inevitable cruz, porque la mayoría de edad y la libertad la tienen siempre, pero para ser justos, me concedió también su cara, sus horas de esperanza, un enamoramiento tenaz y compulsivo que en algún instante de nuestras existencias es preciso experimentar, así como un emplazamiento en el dolor y en su consecuencia más dañina: la poesía.

Podríamos decir, podría decir, al menos yo, que fui otro después de aquello, que mi educación sentimental, tal vez escasa y defectuosa, se fraguó en aquellos días entre los discos de Luis Eduardo, los numerosos paquetes de tabaco negro, las madrugadas humeantes y los folios subrayados y que, como dice el castizo, de aquellos polvos estos lodos, en el sentido más literal de la expresión, añadiría yo.

He sentido con la muerte del músico que una buena parte de mí se iba con él, un trozo de juventud irredenta, un pedazo de mi fracaso como ser humano.

Pero después, he tarareado en voz baja 'Al alba', 'Siento que te estoy perdiendo' o 'La belleza' y he sonreído complacido para mis adentros.

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