martes, marzo 01, 2011

Leche, barro y cebolla


Leche, barro y cebolla

En Orihuela, provincia de Alicante, nació un día Miguel Hernández, uno de los más importantes poetas de la literatura española y universal, que mientras escribía versos tuvo que dedicarse a pastorear cabras, ordeñarlas y vender su leche en los portales de las casas de sus vecinos.

“En cuclillas, ordeño
una cabrita y un sueño.”

En aquellos años la leche se vendía en unos cacharros que algunos, los más jóvenes, nunca han llegado a conocer y que otros ya tenemos casi olvidados, pero cuya mención nos vuelve a traer a la memoria recuerdos de algunas de las palabras que usaban nuestros abuelos para nombrar objetos que nosotros ignorábamos pero de los que íbamos aprendiendo sus nombres antes incluso de conocer sus utilidades, sus formas y sus medidas: las artesas para amasar el pan, los serones que colgaban de los lomos de las mulas, las carretas en las que se transportaba el heno, los lebrillos y las palanganas en los que nos lavaban los pies a los chiquillos, o las lecheras para llevar la leche.

- ¿Qué es una lechera, abuela?
- Es el recipiente en el que la lechera nos trae la leche a casa.
- ¿El recipiente se llama igual que la señora?
- Sí.
- ¡Ah!

O sea que las lecheras llevaban a las casas en una lechera la leche pura de vaca, de oveja o de cabra, según la zona. Cuando se trataba de medir vino, aceite o leche las medidas de capacidad no eran múltiplos del litro, sino que eran medidas extrañas que tomaban sus nombres de los mismos recipientes que contenían los líquidos: la lechera, la cántara, la barrica, la arroba, el azumbre, la botella o el cuartillo. Los recipientes de la leche eran de hojalata o de cobre y llevaban impresos una marca de estaño junto al borde para evitar que este pudiera limarse y de este modo reducir su tamaño y cometer fraude al consumidor. Esos recipientes portaban una leche muy fresca que hoy posiblemente resultaría indigesta para nuestros desnatados estómagos, pero que nosotros nos bebíamos a todas horas e incluso a veces nos la comíamos a cucharadas cuando en casa nos hacían arroz con leche o leche frita. Leche fresca que se consumía en el día y que tenía que ser hervida tres veces para separar la nata, de la que se podía obtener luego, si tus padres se lo curraban, la mantequilla.

La mantequilla se obtenía después de batir la nata con una espátula de madera hasta que se montaba, y luego había que seguir batiendo y seguir batiendo y seguir batiendo. Después de tanto batir hacían nuestras madres galletas de mantequilla, croquetas y masa de hojaldre, o nos preparaban para merendar rebanadas de pan con mantequilla, que estaban riquísimas, o con mantequilla y azúcar, o con mantequilla y colacao, porque entonces no se contaban las calorías como se hace ahora, y si alguien las contaba nosotros no nos enterábamos. Otros días merendábamos emparedados de galletas chiquilín con mantequilla, a veces también con mermelada, con chocolate, con dulce de membrillo o incluso con leche condensada La Lechera. También nos gustaban los bimbollos tostados con jamón de York o chorizo de Pamplona y untados con mantequilla. Si no había mantequilla casera merendábamos pan con aceite que admitía muchas modalidades pues se podían hacer rebanadas de pan frito o tomarlo tal cual, en cuyo caso lo mejor era utilizar el pico, sacar la miga, rellenar el hueco con aceite y volver a cubrir con la miga para elaborar una especie de bollo preñado de aceite con sal o con azúcar. A veces nos daban el pan pringado de Flora o de Tulipán, que no era lo mismo ni mucho menos, pero nos teníamos que conformar porque según decían los anuncios de la época eran productos muy sanos y muy apropiados para los niños. Tan saludables como el aceite de girasol, el Eko, el agua de Solares y la quina Santa Catalina. Tan saludables como la leche que Miguel Hernández ordeñaba a las cabras y repartía luego por las casas de los vecinos de Orihuela.

Nació Miguel en 1910 y murió muy joven de tuberculosis, aunque en realidad fue victima de la matanza que el régimen de Franco continuó realizando después de acabada la guerra para dejarle las cosas claras a todo el mundo. En vida adquirió cierto prestigio y llegó a alternar en Madrid con algunos de los poetas más famosos de la época, pero durante su primera juventud fue cabrero en Orihuela, ávido lector y buen estudiante. También fue barro, según nos dijo él mismo:

“Me llamo barro aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.”

En 1939, con apenas 29 años cumplidos, entra en una cárcel de la que ya no saldría jamás con vida y donde, mientras esperaba las cartas de su esposa, tuvo tiempo de escribir los que quizás sean los versos más hondos y más tristes de la lírica castellana del siglo veinte, las nanas de la cebolla, nanas escritas como respuesta a la penosa situación en la que se encontraba su esposa, sola, pobre, con un hijo recién nacido y alimentándose únicamente de pan y de cebollas.

La misma cebolla a la que Pablo Neruda le dedicó una oda: “Yo cuanto existe celebré, cebolla, pero para mí eres más hermosa que un ave de plumas cegadoras…”, la cebolla que nosotros comemos en ensalada mezclada con lechuga y tomate, regada con aceite y espolvoreada con un poco de sal; la cebolla que freímos junto con la patata para hacer tortilla o la que guisamos rellena de bonito fue también la protagonista de unas nanas llenas de tristeza, como si la cebolla siempre estuviera buscando motivos para hacernos llorar.

“Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.”

Yo conocí la obra de Miguel Hernández en 1972, el año en que Serrat publicó un disco en el que ponía música a algunos de sus poemas. Años antes había hecho lo mismo con los versos de Antonio Machado, siguiendo el camino trazado por Paco Ibáñez y por otros cantantes españoles que habían hecho suya aquella cita, creo que de Manuel Machado, que decía que la poesía ha nacido para ser cantada. El disco de Antonio Machado fue un éxito extraordinario aunque a mí me ha parecido siempre un poco irregular, como si los versos del poeta y la música siguieran caminos separados y, en ocasiones, quedaran aquellos supeditados, cuando no excedidos por esta. Me gustaron más las canciones incluidas en el disco negro de Miguel Hernández, pues aquí la música parece estar más sincronizada con los versos, hasta el punto de que en algún caso pudiera dar la impresión de que ambos nacieron simultáneamente. En cualquier caso, los dos poetas alcanzaron una gran popularidad gracias a las versiones musicales de Serrat. Una vez le escuché decir a alguien que en la España de aquellos años se podía considerar que una persona era culta si conocía las obras de Antonio Machado y de Miguel Hernández antes de que Serrat publicara los discos con sus canciones. Si eso es verdad he de reconocer que yo no era muy culto, en parte por culpa mía y en parte debido al sistema educativo de un régimen que consideró al poeta de Orihuela como un enemigo de España y decidió por ello condenar su persona al olvido y su obra al silencio.

Todavía no he escuchado el disco que recoge la segunda entrega de las versiones musicales que Serrat ha hecho de los poemas de Miguel Hernández. Me abstengo por tanto de decir nada al respecto, pero sí puedo comentar, al menos, que cubre lo que yo consideraba una laguna del primer disco, pues incluye una versión del poema que quizás a mí más me guste de toda su obra. Se trata de unos versos incluido en sus “Poemas últimos” y que refieren un presente en sombra y una esperanza de futuro luminosa que heredará su hijo recién nacido, el hijo de la luz y de la sombra. Este poema me gusta interpretarlo también como la descripción del momento en el que la pareja concibe a su hijo en medio de una penumbra que le pide a los cuerpos que se echen sobre la manta, sobre la luna y sobre la vida, y que entrelacen sus cuerpos y se besen después con bocas embravecidas. Ante el empuje de la sombra resulta inútil negarse, porque:

“Moviendo está la sombra sus fuerzas siderales,
tendiendo está la sombra su constelada umbría,
volcando las parejas y haciéndolas nupciales.
Tú eres la noche, esposa. Yo soy el mediodía.”

Podremos pedirles a los empresarios y a los políticos que sean imaginativos y que varíen su discurso de vez en cuando, pero en cambio no nos importa que los poetas nos repitan una y otra vez la misma historia. La vieja historia del amor, de la ternura, del impulso sexual, de la emoción, del miedo, del deseo de sobrevivir, de la necesidad de proteger a los hijos y de soñar para ellos un mundo mejor. La misma historia de siempre contada por Miguel Hernández en versos conmovedores, vibrantes y frescos. Y es bueno que gentes sensibles, como Joan Manuel Serrat, nos acerquen otra vez a la obra de un hombre decente que fue capaz de escribir páginas de extraordinaria belleza en medio de la realidad terrible que le tocó vivir. Miguel Hernández. Leche, barro y cebolla. Me resulta imposible sustraerme a la admiración que me provoca su nombre. Miguel Hernández.

Bendito seas, poeta.



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