Serrat y Sabina: un viaje íntimo a los recuerdos más lejanos
El concierto de Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina en la Ciudad de México fue un boleto directo a la memoria de quienes escuchan.
martes 10 diciembre 2019
Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina se presentaron en el Auditorio Nacional de la Ciudad de México. (Enrique Navarro)
Mi padre es un hombre viejo. Tiene las mismas canas que esos dos de enfrente. También las bolsas en los párpados y esa naciente aureola azul en el contorno de las iris, que anuncia algo que no se sabe qué. Tiene mi papá cinco años menos que Joan Manuel Serrat y la misma edad que Joaquín Sabina.
Es curioso, desde hace dos décadas, a los tres los veo igual. Podría añadir al recuerdo algo de negro en el pelo de cada uno. Lo que sí es que Serrat y Sabina cantan igual; el catalán con su elegancia y sutileza, y el otro con su voz rasposa y pinta de pirata cojo. Los he visto cantar varias veces, solos y juntos como ahora en el No Hay Dos Sin Tres en el Auditorio Nacional . Hoy es distinto, hoy pienso en mi viejo.
Aparecen los españoles en el escenario con sacos floreados y sonrisas plenas. Mi padre no usa traje, pero sonríe así cuando algo le agrada. Le gusta, por ejemplo, poner canciones de Sabina y Serrat, y así lo ha hecho desde que los vinilos no eran moda sino lo único que había.
En mi casa, esas placas de acetato daban vueltas y sonaban la misma canción que ahora escucho: "no hago otra cosa que pensar en ti, por halagarte y para que se sepa". Dedicaba mi padre miradas cómplices a mi madre, según recuerdo. Esa canción de musas difusas llegaba a una de carne y hueso.
“Así ha de ser este concierto”, pienso, “olas de recuerdos a través de un vaivén de insultos, halagos y lisonjas entre los anfitriones, y un constante préstamo de canciones entre ellos”.
Abre Serrat el show con una oda a su amigo y el otro responde: "diré dos cosas sobre su patético discurso, uno: él no es catalán; es un pinche gachupín", puntualiza Sabina. Y luego, con su camisa de estampado de dinosaurios, habla sobre la crisis en Europa y la de Chile y Bolivia y Colombia y Ecuador y México y México y México. A lo largo del concierto aparecen imágenes de migrantes africanos navegando mares de vidas y muertes.
"Por eso he de ser tan pinche rojillo", pienso y me voy de nuevo del concierto. Ahora estoy en casa, escuchando a mi papá hablar algo de los indígenas, de algo llamado EZLN, de que todos somos iguales; la aguja sigue interpretando acordes y cantos.
De vuelta al ahora, sigue Serrat, en préstamo de su amigo, con "Una Canción Para la Magdalena", y vuelvo a sentir esa nostalgia indescriptible que nueve mil personas a mi alrededor también comprenden y susurran.
A mi padre le gustaba más Serrat, aunque siempre se pareció más a Sabina. Suscrito a las novedades editoriales de los 70, comprende más lo cortesano del barcelonés que el arrabal del de Úbeda. A mi madre, chica fresa, debió gustarle más Serrat, pero le atrajo más el desenfado de Sabina, el mismo de mi padre.
Y suena ahora, en el Coloso de Reforma “Tu Nombre me Sabe a Hierba" y ya va de nuevo la vuelta al pasado. Estoy sentado en la parte posterior de un Nissan Tusuru con mi hermana pequeña a la izquierda. Vamos en la carretera Pachuca-México cuando papá toma la mano de mamá y canta bajito "porque te quiero a ti, porque te quiero".
Siguen los compositores bombardeando de recuerdos y cantan "Señora" con la misma picardía que mi papá cantó en secreto y para mi abuela: "ese por quien llora su hija, ese ladrón que os desvalija de su amor soy yo, señora".
Tocan y cantan y juegan en el escenario. Rasguean sus guitarras como mi papá rasgueaba la pancita de mi hermana emulando un instrumento. Será por eso que toco tres acordes de guitarra.
Vuelvo a sentir esa nostalgia indescriptible que nueve mil personas a mi alrededor también comprenden y susurran Enrique Navarro, periodista
Y no son "Princesa" ni "El Pirata Cojo" ni "Mediterráneo" el clímax de este concierto para mí, sino una canción lenta que a los cinco años no entendía y que seguramente nunca entenderé, pero que muerto yo o muerto mi padre, será lo que de él me quede.
Escribió el poeta Miguel Hernández unos versos llamados "Las Nanas de la Cebolla". Ponía mi padre su palma enorme sobre mi cabello largo y en forma de hongo, y con esos ojos que aún no tenían aureola azul, recitaba: "tu risa me hace libre, me pone alas".
No sé qué tienen esos dos viejos que me recuerdan a mi padre...
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