Luis Eduardo Aute: «Quiero que escuchen mis canciones, pero a mí que me olviden»
Cumplidos los 73 años, el cantante repasa en ABC su vida, sus años en Manila, los miedos de su carrera y el momento de «gran efervescencia política» que vive España
MADRID Actualizado:04/04/2020 15:45h
Si uno se sumerge en la hemeroteca de ABC buscando la primera referencia que se haya hecho a Luis Eduardo Aute en la prensa española, tendrá que retroceder hasta el 25 de noviembre de 1961, hace más de medio siglo. Se produjo en las páginas de «Blanco y Negro», en un reportaje de cinco páginas a todo color que la madre del artista guardaba con mucho cariño. No era para menos, el mundo del arte había puesto los focos en su joven hijo de tan sólo con 16 años de edad… que ni se planteaba dedicarse a la música: «Ah, sí, tengo ese reportaje –comenta al coger las páginas entre sus manos–. Es de la primera exposición que hice. ¡Fíjate! Tuve críticas muy buenas. En ese momento no tenía ni la más remota idea de que me iba a poner a escribir canciones y, mucho menos, a cantarlas».
En aquel reportaje se le describía como «un pintor de garra, artesano en la fabricación de sus propias pinturas, que ha sabido captar en sus composiciones y retratos el sentido íntimo e idiosincrásico de las personas». Seis años más vivió con aquella idea de que sería sólo pintor, hasta que, en 1967, publicó su primer sencillo, después de que una compañía de discos estuviera insistiendo durante un año. «Yo ya había empezado a hacer exposiciones internacionales, pero estuvieron como un año dándome la barrila y, al final, dije: «Bueno, grabo un disco y me dejáis tranquilo. Y desde entonces hasta aquí», recuerda Aute.
Han pasado 48 años, cerca de cuarenta álbumes y varias generaciones a las que ha marcado con sus canciones. La última, la de los músicos más jóvenes, que le dedicaron en mayo un disco homenaje, «Giralunas», en la que se incluyen versiones absolutamente libres de algunos de sus temas, y en el que solo puso una condición: «Que no fuera marketing», cuenta. Ahí están venerándole Miguel Poveda, De Pedro, Xoel López, Leiva, Estopa, Soleá Morente, Enric Montefusco (Standstill) o Rubén Pozo, entre otros. Y él aportando su granito de arena con un corto de animación de 30 minutos con la figura de Vicent Van Gogh como uno de los protagonistas.
Recién cumplidos los 73 años, ABC charló con él en la Filmoteca Nacional de Madrid, recordando pasajes de su vida en Filipinas, los bombardeos de Manila a manos del ejército de Macarthur, su llegada a Madrid con 11 años, los comienzos en la música, la situación política actual y los miedos vividos a lo largo de su carrera.
—Y eso que entró en la industria musical casi contra su voluntad, cuando le acosaron las multinacionales después de que una versión inglesa suya de «Aleluya número 1», cantada por otro artista, triunfara en las listas de éxitos de Estados Unidos.
—No tanto de manera forzada, pero sí inesperada. A mí lo que me gustaba era pintar y yo tenía claro que me iba a dedicar a la pintura. Lo de escribir canciones era, totalmente, inverosímil. Lo que pasa es que me gustaba escribir poemas y tocaba un poco la guitarra, así que era inevitable meterme en el terreno de componer canciones. En principio, estas fueron grabadas por otros intérpretes y tuvieron mucho éxito. Me propusieron grabar yo, pero no tenía la intención de hacerlo.
—¿Usted no es como Paco de Lucía, que no se sentía cómodo con los homenajes?
—A mí me gustan, sobre todo, porque no trabajo. La idea del último me la propuso la compañía hace cuatro años, pero se aparcó. No quería duetos, solo que cada uno hiciera con la canción lo que quisiera, que la cambiara por completo o que la destruyera e hiciera otra canción.
—¿Le produce más pudor ver sus primeros cuadros o escuchar sus primeras canciones?
—Escuchar mis primeras canciones. Los cuadros no, me afecta menos, aunque haya defectos e ingenuidades. Cuando es la voz o lo que he escrito, me producen bastante pudor. Pero tenía 20 años, es normal.
—¿Y ha perdido el pavor que le daba subir al escenario?
—Antes era pánico, ya que jamás había pensado subirme a un escenario. Ahora, sin embargo, lo que siento es agobio por la responsabilidad. Hay que estar a la altura después de todo el trabajo hecho y eso me provoca angustia.
—¿Cree que sería más feliz siendo anónimo?
—La verdad es que sí. Intento estar en el anonimato todo lo que puedo por puro egoísmo. Se es menos infeliz siendo anónimo que teniendo todos los focos encima. Intento vivir en ese rincón en el que puedo sentirme realmente cómodo sin que haya ningún tipo de asedió por parte de los medios.
—Pero uno al final crea para que sus cuadros sean vistos o su música escuchada por la máxima gente posible, ¿no?
—Pero no a mí. Yo quiero que escuchen mis canciones, vean mis cuadros y escuchen mis poemas, pero a mí que me olviden. Quiero que disfruten o padezcan mi trabajo, el autor es lo de menos.
—¿Queda algo de aquel niño que iba con su padre a devorar libros de arte y pintura a la única librería de Manilla que quedó en píe tras los bombardeos?
—Yo siempre he dicho que espero palmar pintando, con la brocha en la mano. Todo esto ha sido un desvío, porque a mí lo que más me gusta es pintar y dibujar. Escribir canciones es otra pasión, con la que disfruto, sufro y descargo fantasmas que andan por ahí circulando.
—Y en todo este tiempo, ¿hay algún momento en el que no haya hecho lo que le ha dado la gana?
—Sí, ha habido momentos difíciles en mi vida en los que he tenido que trabajar por supervivencia en algunas cosas que no eran muy atractivas, como todo el mundo. Pero tampoco tan difíciles, porque era pintar portadas de discos, libros o carteles de cine, como los que hice para el Cine California de Madrid a finales de los 70, junto a Iván Zulueta. No era exactamente lo que a mí me apetecía hacer.
—¿Cómo está viviendo todo el nuevo ambiente político?
—Creo que estamos viviendo unos momentos apasionantes de gran efervescencia política. Pura democracia, con debates, propuestas distintas, pactos que se tienen que hacer para llevar a cabo proyectos diversos. Me siento muy esperanzado. Mejor esto que no lo que hemos estado aguantando todo este tiempo, que ha sido como una losa tremenda, un callejón sin salida. Puede haber otras maneras de hacer política y convivir, para que la política no sea controlada por la economía, los negocios o los bancos. El mundo lo están dirigiendo los banqueros y es una barbaridad.
—¿Nunca tiene la sensación de que todo esto ya lo ha vivido?
—Pues un poco sí, al final de la dictadura, cuando estaba todo por hacer. Ahora, sin embargo, es todo un poco más complicado. Entonces era salir de una dictadura e inventarse la libertad, había futuro, hoy no. La situación de las generaciones nuevas me producen mucha inquietud, porque no hay perspectivas, es un callejón sin salida. Es el delirio que el ciudadano tenga que rescatar al poderoso, me parece que hemos perdido el criterio. Pero ahora se está poniendo en cuestión todo eso.
—¿Cree que es inevitable que esta nueva remesa de políticos termine adquiriendo los vicios de los viejos políticos? Y no me refiero sólo a la corrupción, también a la forma de comunicar.
—Amigo mío, estás tocando el tema. El corto va precisamente de eso. El tiempo lo cura todo, pero también lo destroza. Las cosas cambian y se erosionan. Pero, a veces, hay que prescindir de la consciencia de que el tiempo existe e inventárselo. Ya vendrá el tiempo con sus limas.
—De esto mismo hablan versos suyos como los del tema de «La Belleza»: «Y me hablaron de futuros / fraternales, solidarios / donde todo lo falsario acabaría en el pilón / Y ahora que se cae el muro…
—…ya no somos tan iguales / tanto vendes, tanto vales / ¡Viva la Revolución! / Reivindicó el espejismo de intentar ser uno mismo. Ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza, de encontrar en tu mirada la belleza» [recita el músico interrumpiendo la pregunta]. Creo que está claro. Esa canción la podría haber escrito hace unas horas, pero está escrita hace mucho tiempo. Esa canción habla de que, con el paso del tiempo, las cosas pueden llegar a convertirse en su contrario.
–Ha dicho en alguna ocasión que el Madrid que recuerda cuando llegó a España era como «la noche eterna», a diferencia de Manila, que era como la ciudad de la luz, a pesar de los bombardeos.
—Manila, la ciudad en la que viví hasta los 11 años, era un lugar destruido por las bombas de las fuerzas aéreas de Macarthur. Fue la segunda ciudad más bombardeada entre 1939 y 1945, después de Dresde, y no quedó piedra sobre piedra. Pero España era un país negro, cerrado, deprimido… Una guerra civil deja huellas mucho más profundas que esa barbaridad que fue la Segunda Guerra Mundial. Me encontré con un país oscurantista, pobre y miserable, con tullidos en las calles y, sobre todo, con un miedo instalado en la gente. El contraste fue grande. Manila era una ciudad destruida, sí, pero la sensación en España era algo más dolorosa.
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