Miguel y Joan Manuel
JUAN CRUZ RUIZ Al comienzo del primer concierto de su serie de recitales a partir de los versos de Miguel Hernández, Joan Manuel Serrat advirtió al numeroso público que abarrataba el último jueves el Teatro de La Zarzuela de Madrid:
–Ojo, que este recital va de Miguel Hernández. Y nada más. Las canciones dedicadas, otro día.
En este tiempo en que la gente quiere escuchar lo ya sabido, lo que en otro tiempo fue éxito y sigue siéndolo, esa advertencia era muy pertinente. La gente va a escuchar a Serrat y ya va con la gasolina del pasado dispuesta a arrancar los motores de su melancolía musical. Aquí se asistía a una novedad: Miguel Hernández. Canciones ya sabidos y canciones nuevas. Pero Miguel Hernández. En estado puro.
Serrat nos sometió a un riesgo: escuchar algunas de las canciones que hace decenios le inspiró el poeta de Orihuela mezcladas con otras que son novedad absoluta en su repertorio. No son canciones de amor, con serlo, porque Miguel Hernández fue un poeta del amor; y no son canciones de lucha, aunque Miguel Hernández fue un poeta, y un ciudadano, de la lucha. Unas y otras son canciones, y punto, versos que el autor cuyo centenario celebramos ahora sacó de dentro, de la necesidad de decir para seguir volando. Así que en esos versos no hay ni dulzura impostada ni demagogia, elementos a los que era tan dada la época en que fueron escritos. Son, por decirlo así, poemas puros, extraídos de una experiencia estética que obligó a Miguel Hernández, cada vez más, a adelgazar su rabia para convertirla en un sustento sutil de la amargura y de la denuncia. No son, pues, tan solo versos de la amargura o de la denuncia. Son versos.
A eso nos sometió Serrat, de eso quiso que nos enteráramos nada más sentarnos en la butaca del Teatro de La Zarzuela. Para ello el cantante lo vistió todo de la sobriedad que ya es connatural con cada uno de sus conciertos; esta vez, además, su voz nacía de una potencia especial, la potencia que produce la necesidad de decir. La necesidad de decir que tuvo el poeta y la necesidad de decir que tiene el artista del Poble Sec. El resultado, al que la música contribuye de manera especial a darle más hondura aún ambas voces, la de Miguel y la de Joan Manuel, es especialmente emocionante. Serrat no hizo ningunas concesión a la galería de los guiños; parecía, en realidad, un medium entre la poesía y la sensibilidad de sus espectadores; como decía José Hierro que debía ser la reseña de las heridas, cantó "sin vuelo en el verso", directamente de la lectura a la música, sin pasar por otro tamiz que el tamiz del buen gusto.
Son diez recitales, diez días poara Miguel Hernández en el corazón de aquel Madrid al que el poeta fue en busca de receptores para su voz, el lugar que luego sería destino de tantas esperanzas rotas, de tanta sangre y de tanta memoria herida. Detrás de Serrat, en el escenario, se fueron sucediendo imágenes de aquel tiempo e imágenes de este tiempo, como si el cantante quisiera hacer una crónica general de lo que le sucedió a este país hasta que la esperanza regresó de nuevo, en la transición, cuando aquella guerra que mató a Miguel Hernández empezó a acabar del todo.
Cuando salimos del teatro sentimos que habíamos estado oyendo al poeta sin intermediario, porque para muchos ya la voz de Miguel Hernández es también la voz de Serrat. Escucharlos a ambos en este tiempo en que las cosas, e incluso las palabras, parecen pesar tan poco, es una satisfacción que conviene compartir. Eso intento hacer con este escrito.
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