jueves, marzo 03, 2011

Miguel Hernández: pastor, poeta, soldado


Miguel Hernández: pastor, poeta, soldado

03/03/2011


Practicó la octava real, los sonetos, los alejandrinos y todas las formas clásicas de hacer versos, pero debido a la Guerra Civil terminó rendido ante la contundencia de las canciones populares y ante la certeza de que el lindero entre poesía y canción es bastante difuso. Y tomó ese camino sin saber que, décadas después, su nombre sería universal sobre todo gracias a eso.

Los aviones de la Legión Cóndor alemana sólo dejaban de machacar las posiciones del ejército republicano cuando se retiraban a reabastecerse con combustible, munición y más bombas. Entonces llegaba el turno para la artillería pesada de los italianos, que descargaba toda suerte de obuses perforadores y explosivos sobre las pocas paredes que, aún en pie, servían como trincheras a los defensores del frente, de hecho ya bastante ocupados en contener a la bayoneta y con disparos a quemarropa el avance de las tropas nacionalistas.

Hacia finales del duro invierno de febrero de 1938 el frente de Teruel se derrumbaba y la oficialidad recibió la orden de replegarse en dirección al noreste para recomponer las fuerzas. Eso, cuando podían salir, porque después de dos meses de fieros combates casa por casa el bando nacionalista consiguió dar de baja a 20.000 efectivos republicanos y hacerse con 15.000 prisioneros. Uno de los comandantes que logró organizar a su gente para eludir el cerrojo recordaría después que al disponer la retirada uno de sus hombres, incorporado hacía poco y como sordo ante las órdenes, permanecía dentro de los muros de la derruida casa en la que durante las últimas semanas habían conseguido resistir el asalto. Ajeno a la gravedad del momento, escribía consignas en las paredes con un pedazo de carbón hasta que el comandante Valentín Ritoré, responsable de la unidad, lo afanó a gritos y empellones en dirección a la relativa seguridad de la retaguardia. Lo consiguió a duras penas porque el soldado aprovechaba el menor descuido para volver a escribir grafitos con frases que, en algunos casos, eran versos que Ritoré no había visto ni oído nunca antes.

Ya con el sonido de los blindados enemigos retumbando a sus espaldas, intentó ponerse más enérgico con él, pero otro de los subalternos se le acercó para decirle que le tuviera paciencia, pues ese hombre era el mismo que hacía dos años había levantado la moral de la tropa con un discurso a través de la emisora radial del Quinto Regimiento. El mismo que, ahora sin emisora, no tenía inconveniente en subirse a un cajón o una piedra para arengar a los soldados de la República en su lucha contra el ejército golpista. Era nadie menos que el afamado poeta Miguel Hernández.

La anécdota, contada hace algún tiempo a este reportero por el propio Ritoré, refugiado en Colombia tras la guerra y convertido en empresario taurino, sirve para ilustrar el talante moral de Hernández, elevado a la categoría de héroe por el derrotado bando republicano y convertido en mártir por el régimen franquista, que lo mantuvo preso desde el final de la guerra hasta que murió enfermo de tuberculosis con apenas 31 años de edad.

Nacido en 1910 en Orihuela, provincia de Alicante, era hijo de un pastor de cabras y alcanzó a estudiar con los jesuitas hasta que su padre lo sacó del colegio para que ayudara con el rebaño en contra de los deseos del muchacho, que entonces se dedicó a leer con avidez todos los libros que encontró en la biblioteca del pueblo y en la del canónigo de la catedral. Sus primeros versos, escritos a escondidas de su padre, hablan del río, de las laderas desérticas, de la huerta del patio de su casa, combinando con cierta destreza las técnicas aprendidas con la lectura de los clásicos: « ¡Ay! Perdonadme un momento. / Voy a echarle una pedrada / a la Luna que se ha ido / artera a un bancal de habas / y el huertano dueño de ellas / me está gritando desgracias.» Como metáfora no estaba mal, pero realmente se trataba de Luna, una cabra traviesa escapada del redil.

En 1931 decide irse a probar suerte en Madrid, donde conoce a los poetas de su admirada generación del 27, cuyos miembros tratan con simpatía a ese nuevo 'poeta pastor' algo tosco que asegura odiar la pobreza en la que ha nacido porque no lo deja expresarse con claridad. Influenciado por Pablo Neruda, sus ideas religiosas y políticas cambian con rapidez. Intenta el verso libre, sin rimas, que indica la intensidad de su búsqueda. Decidido a lograr pulimento formal regresa a Orihuela y, dos años después, aparece Perito en lunas, su primer poemario, escrito en octavas reales que hacen desear al ya maduro Juan Ramón Jiménez que ojalá ese "aliento joven de España" no se pierda "en lo católico y lo palúdico".

Para 1934 está listo para regresar a Madrid con Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, una pieza teatral escrita un año antes que se publica en la acreditada revista Cruz y Raya. Esa es la carta de presentación que le permite entrar al círculo de Cernuda, Alberti, Neruda, Aleixandre y José María Cossío, que lo contrata como colaborador para Los toros, la enciclopedia de Espasa que aún hoy es considerada una suerte de biblia del toreo.

Si bien ha dejado en Andalucía a su novia, una modista llamada Josefina Manresa, sostiene un romance con Maruja Mallo, pintora surrealista emancipada que parece ser la inspiradora de algunos poemas de su siguiente libro, El rayo que no cesa, que los críticos destrozan por imitativo y hermético. Quizá no tiene tiempo de dolerse mucho ante el hecho, pues los acontecimientos políticos se precipitan y estalla la guerra.

Aunque es de formación acendradamente católica, Hernández se acerca al Partido Comunista desde su primer viaje a Madrid y en septiembre de 1936 se enrola bajo el cargo de comisario de cultura en el Quinto Regimiento, en el que trabaja como animador de la tropa y escribe poemas para sus compañeros de armas. En febrero del año 37 empieza a trabajar en el periódico andaluz Altavoz del Frente, dos meses después se casa con Josefina y parte a la Unión Soviética para asistir al V Festival de Teatro Soviético. A su regreso, no faltan textos en los que critica a quienes traicionan los principios del partido, a lo mejor originados por lo que ha visto en la URSS de Stalin, pero calla sus objeciones al respecto y escribe un libro para dejar constancia de lo comprometido que está con la causa de la Segunda República. Es el momento en que aparece Viento del pueblo, volumen de poemas testimoniales de guerra que le gana gran popularidad entre los soldados y en las regiones y ciudades defendidas por el gobierno.

1938 es un año muy difícil para él. Publica Teatro en la guerra y El labrador de más aire, pero su pequeño hijo Manuel Ramón muere en el otoño y el dolor le impulsa a escribir Cancionero y romancero de ausencias y el drama Pastor de la muerte. Sobre el final de la guerra aparece El hombre acecha, poemario de su autoría que condena a los responsables de la matanza que agobia a España, el primero de ellos el generalísimo Francisco Franco, por supuesto, quien se cerciora de que Hernández reciba un castigo ejemplar cuando cae prisionero intentando pasar a Portugal. Es en la prisión madrileña de Torrijos donde escribe sus célebres Nanas de la cebolla antes de ser liberado temporal e inesperadamente. Recapturado, lo condenan a muerte aunque no lo fusilan -quizá porque la muerte de Federico García Lorca ya había producido demasiado ruido-, pero le conmutan la pena por treinta años.

Pasa tres años de prisión en prisión, cada vez más enfermo y negándose a retractarse de lo dicho y publicado, hasta que en marzo de 1942 sucumbe con estoicismo ante la tuberculosis no tratada. Su vida de escritor, breve y vertiginosa, le convirtió en uno de los campeones de la lírica en español, aún a pesar de la cierta grandilocuencia militante que necesariamente debían tener sus versos de trinchera, que hablan de una España debatiéndose entre el nuevo sueño republicano y la nostalgia de un pasado imperial. Sus versos sencillos y profundos dan testimonio de eso y de su tozudez, pues la leyenda dice que sus ojos grandes, de aire asombrado, se negaron a cerrarse a la hora de la muerte, a lo mejor porque quería seguir mirando para después contar... y cantar.

Por Rafael Baena




Información http://www.eltiempo.com/revista-credencial/
Imagen de Verena Sánchez Doering

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