Un poeta que murió en jaque
Por: Juan David Laverde
Los familiares del autor de "Para la libertad" recurrirán a tribunales internacionales.
En nueve páginas, el Tribunal Supremo de España despachó sus razones para denegar la revisión de la sentencia que condenó a muerte, el 18 de enero de 1940, en los tiempos de la dictadura del generalísimo Francisco Franco, al poeta Miguel Hernández Gilabert. El Consejo de Guerra Permanente No. 5 de Madrid, en el juicio de urgencia 21.001, dictaminó la muerte sumaria del escritor alicantino de 30 años al considerarlo autor del delito de adhesión a la rebelión, “resultando probado —se lee en la sentencia— y así lo declara el Consejo, que el procesado, de antecedentes izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del alzamiento nacional al Quinto Regimiento de Milicias, pasando más tarde al Comisariado Político de la Primera Brigada de Choque e interviniendo entre otros hechos en la acción contra el Santuario de Santa María la Cabeza. Dedicado a actividades literarias, era miembro activo de la Alianza de intelectuales antifascistas, habiendo publicado numerosas poesías y crónicas y folletos de propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional, haciéndose pasar por el poeta de la revolución”.
En julio de 2010, cuando España y el mundo le rendían honores al cumplirse el centenario de su natalicio, Lucía Izquierdo y María José Hernández, nuera y nieta del alicantino, emprendieron la cruzada de reivindicar el nombre del poeta pidiendo la revisión y nulidad de la única tacha judicial que aún pesa sobre su tumba. Argumentaron entonces que se le realizaron juicios simultáneos a Hernández en Madrid y Alicante o que se desconocieron evidencias y testimonios que acreditaban su inocencia. Por ejemplo, la declaración que en 1939 ofreciera el falangista Juan Bellod Salmerón, en la que constaba: “Garantizo plenamente su conducta y actuación, así como su fervor patriótico y religioso que se revela por lo demás en la lectura de su producción literaria”. La Comisión Cívica para la Recuperación de la Memoria Histórica secundó la petición ante el Tribunal Supremo amparado en una ley promulgada hace cuatro años en España que declaró “el carácter radicalmente injusto e ilegítimo de todas las sanciones y condenas dictadas por razones políticas, ideológicas o de creencia durante la Guerra Civil y la dictadura”. Ya el Congreso reconoció la ilegitimidad de la barbarie sumaria del régimen de Franco, ya el mundo cayó rendido antes los versos del hombre de Orihuela, pero su familia insiste en que se declare la ilegalidad de la sentencia —después conmutada a 30 años de prisión— que lo postró definitivamente el 28 de marzo de 1942.
Lo de Hernández se resume así: su sentencia fue injusta, fue ilegítima, pero sigue siendo legal. El Tribunal Superior, al mejor estilo de la Roma de Pilatos, pareció haberse lavado las manos. En el auto que denegó las pretensiones de la familia del poeta se reconoce que del juicio sumario al escritor se desprende “la naturaleza inequívocamente política”. La llamada ley de Memoria Histórica de España decretó la ilegitimidad de cuanta condena, sanción o cadalso ordenado por el franquismo estuviese vigente. El Tribunal español consideró que aquella norma impedía revisar una sentencia que hasta hoy sigue en firme, porque en su criterio dicha ley abolió la condena. Pero los puristas del derecho –y la familia de Hernández– sostienen que no, que la vía política no borró de tajo la condena judicial de uno de los más grandes poetas de la historia del siglo pasado. El mismo que escribió, desencantado de la vida: “Umbrío por la pena, casi bruno, / porque la pena tizna cuando estalla, / donde yo no me hallo, no se halla, / hombre más apenado que ninguno”.
El magistrado Javier Julián Hernán, en contraste, dejó consignado su abierta oposición al fallo del Tribunal Supremo. Advirtió en su escrito que una cosa es la ley de Memoria Histórica y otra cosa la posibilidad de que 71 años después de la sentencia al poeta, se declare por vía judicial la anulación de su condena. María José Hernández calificó el fallo como “una segunda sentencia a muerte” de su abuelo y prometió que llevará su pleito hasta el Tribunal Constitucional o la Corte Internacional de Estrasburgo. María Izquierdo fue más vehemente al recordar todo lo que hizo la esposa del poeta, Josefina Manresa, para preservar la obra del poeta. “Todo lo recogía, lo llevaba a casa de familiares; hacía hoyos en los patios, en los corrales, y escondía los panfletos en los costales de harinas también, con el pánico y preocupación de que lloviera y se hubiese perdido ese patrimonio”, narró hace no tanto en un homenaje a ambos, en Quesada. El abogado de la familia, Carlos Candela, declaró, decepcionado, que no entendía la decisión del Supremo, pues aunque reconocía la injusticia del fallo, en la práctica todo seguía igual.
Tanto ha molestado el fallo, que una serie de organizaciones, en carta que ya circula por la web, hicieron pública su incomodidad al resumir lo siguiente: “Ilegitimación no es un término jurídico, se emplea ocasionalmente en debates sobre filosofía del derecho (…) La ilegalización sí tiene efectos jurídicos, la ilegitimación no los tiene y, en consecuencia, la Ley de Memoria Histórica no ilegaliza los tribunales represores franquistas ni sus sentencias, como da a entender arteramente el Tribunal Supremo en esta resolución.” Al margen de la controversia, Miguel Hernández, al decir de su nieta, constituye en redondo el arquetipo del escritor vencido por los códigos y reivindicado por la literatura. En la línea de metro 1 de Madrid hay una estación con su nombre, y algunos poemas en las paredes que rezan: "Vientos del pueblo me llevan, / vientos del pueblo me arrastran, / me esparcen el corazón / y me avenan la garganta".
Su genio se lo devoró en prisión la tuberculosis y el tifo. Sus versos aún se recitan. Su condena, aunque ilegítima, sigue siendo legal.
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