QUIÉN LEE A MIGUEL HERNÁNDEZ?
Martín López-Vega
Para llegar al poeta Miguel Hernández antes hay que darle esquinazo al personaje. Un personaje tan atractivo (el mito del poeta-pastor, primero; el mártir de la Guerra civil convertido luego en excusa del progresismo patrio e inspirador de discos de Joan Manuel Serrat) como inexacto. En una biografía reciente, Eutimio Martín se pone manos a la obra con tanto entusiasmo que en vez de querer cargarse al personaje parece que va sin freno contra el poeta, al que responsabiliza directamente de las diferencias que habría entre su vida y su biografía social. “Miguel Hernández ennegrecía –dice él– cuando le convenía, una situación ya de por sí deplorable.”
No aporta pruebas esclarecedoras de hasta qué punto pudo el poeta haberse aprovechado de su situación para crear su personaje, pero parece difícil creer que Hernández se encontrase cómodo en la vestimenta del poeta-pastor. Miguel Hernández quería ser escritor, y todas las penurias que pasó en su primer viaje a Madrid, cuando intentaba con sus escasos medios pasar por un hombre lo más citadino posible, tienen poco que ver con cualquier intención de crear ese personaje de pueblerino ilustrado que, en el fondo, es lo que era. José Luis Ferris, más atinado biógrafo, lo cuenta mejor. Pastor lo había sido Miguel Hernández, aunque no pobre ni, mucho menos, iletrado. Cuando publica su primer libro, Perito en lunas, lo primero que queda claro son sus lecturas, probablemente abundantes y, desde luego, escogidas: el gongorismo de ese primer libro no es ajeno a la moda que los miembros de la generación de ’27 –sus mayores, en cierto modo– habían puesto en circulación. También hay, como vio Concha Zardoya, algunas gotas de Rubén Darío.
Miguel Hernández sabía de sobra en qué mundo literario aterrizaba, y aunque lo hacía con la inseguridad propia del principiante, buscando apoyos en todos los lugares en los que pensaba que podría encontrarlos, su conocimiento de la retórica de la época era más que cierto y buscaba el reconocimiento por la vía de la imitación. Por eso, no sin algo de maldad, Dámaso Alonso le llamó “genial epígono” de su generación. No entró con buen pie entre los de ’27: Alberti y María Teresa León se quejaban de su mal olor, García Lorca evitaba ir allí donde sabía que él estaba. Era un poeta-pastor, pues, pero no un inculto, y probablemente hubiera preferido no tener que dar detalles sobre sus orígenes. Pero Giménez Caballero, su primer mentor, ya en decadencia por entonces, el Luis María Anson de la época, vio en Miguel Hernández, más que la posibilidad de ayudar a un poeta, un buen artículo literario.
Y así en la primera aparición de Hernández como personaje por escrito, en El Robinsón Literario del 15 de enero de 1932, Giménez Caballero explica:“Llegó a mi casa el pastor poeta. Me fijé en su cara y en sus manos [...] fuertes, camperas y tímidas.” Los versos que cita son: “En cuclillas ordeño/ una cabrita y un sueño” y sigue: “Es un auténtico pastor. Sabe a la hora que cantan los pájaros y duermen las ovejas.” Sin embargo, no es lo que Hernández quiere parecer, y el propio Giménez Caballero le pregunta: “¿Qué hace usted en Madrid vestido de gabán, tan señorito?” A principios de 1933, sólo un año después, publica Miguel Hernández su primer libro, el citado Perito en lunas. Un libro que tiene a Góngora como principal referente (está escrito, como el Polifemo, en octavas reales), una obra en muchos sentidos rezagada de ’27. Ese es el poeta que Miguel Hernández quería ser, culto, reacio en principio a la vena popular que también latía en ’27, aunque también acabase por adoptarla y reconciliarse con su pasado silvestre: “Te espero en este aparte campesino/ de almendro que inocencia recomienda”, escribirá ya en un poema del ciclo de El silbo vulnerado.
El talento de Miguel Hernández está en su capacidad versificadora, en su talento para vestir sus ideas poéticas en los más diversos ritmos de la tradición castellana. Quizás esa pudo ser su gran aportación. En un momento en el que –Juan Ramón Jiménez primero, y Luis Cernuda después, mediantes, sobre todo, sin olvidar al García Lorca de Poeta en Nueva York– el poema comenzaba a romperse, a buscar nuevas formas importadas, sobre todo, de la poesía anglosajona del siglo. Cuando la poesía española se abría a los ismos, Miguel Hernández suponía una alternativa –que la poesía de otras lenguas sí tuvo– que afirmaba la posibilidad de seguir escribiendo buenos poemas “a la manera tradicional-culta”. Emblemático en ese sentido es su mejor libro,
El rayo que no cesa, el que más vivo sigue en estos tiempos poco dados a gongorismos extremos. Hay Góngora en este libro, pero también Garcilaso, y la influencia de sus hermanos mayores de ’27 ha sido mejor asimilada. Parece que Miguel Hernández asumiera en El rayo que no cesa que ya no tiene nada que demostrar, que ha dejado atrás la idea del poeta-pastor para reafirmar su voz propia. Formalmente, el libro está compuesto por veintisiete sonetos, un poema inicial en cuartetas, una silva y, ya casi al final, un poema “más libre” compuesto en tercetos encadenados. Y esa mayor libertad le sienta muy bien a Miguel Hérnandez, pues ése es su gran poema, la “Elegía” a Ramón Sijé: “Yo quiero ser llorando el hortelano /de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano”... Una de las cimas de la lírica en castellano de cualquier tiempo, que termina con versos igualmente famosos: “A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas,/ compañero del alma, compañero.”
Ese poema, firmado el 10 de enero de 1936, se sitúa al final del libro. Ese mismo año estalla la Guerra civil española y rompe, entre tantas otras cosas, toda una generación literaria. Unos (¿los mejores? pese a los intentos de recuperación de las figuras literarias del fascio hispano, uno tiende a pensar que sí) marchan al exilio, otros se quedan como vencedores y tienen otras preocupaciones más lucrativas que la pluma, otros quedan como vencidos. Es el caso de Miguel Hernández, que ya durante la guerra comienza a escribir poemas comprometidos, y continuará escribiéndolos tras su viaje a la URSS y en la cárcel, donde, como es sabido, morirá a los treinta y dos años. La guerra supone un desvío en su evolución.
Su poesía gira inevitablemente hacia lo comprometido, aunque no renuncia a sus temas de siempre, con el amor como eje vertebrador. En lo formal, desarrolla el tipo de poema que tiene inicio en la “Elegía.” Pero de algún modo, se estanca. Acierta cuando brillan sus dotes de versificador, como en las “Nanas de la cebolla”, pero esa misma facilidad le lleva por el camino de una retórica a veces demasiado fácil.
Es imposible pensar cómo hubiera evolucionado la poesía de Miguel Hernández sin la guerra. ¿Habría consolidado su alternativa al modelo influenciado por las vanguardias con una poesía sólida más anclada en la tradición? ¿Habría seguido la “libertad” vigilada con que escribió su “Elegía” a Ramón Sijé para crear sus propias estrofas adaptadas a los nuevos tiempos? Ya no habrá forma de saberlo. Tenemos al Miguel Hernández que tenemos.
En este centenario de su nacimiento, los papeles se llenan de firmas que dicen que ya ha llegado la hora de leer a Miguel Hernández más allá de su personaje, señal inequívoca de que leerle, se le lee poco, aunque se le cante bastante (lo que no suele ser buen síntoma para un poeta). ¿Cuál es la vigencia de su obra? Interesan poco sus intentos de ser uno más de la generación de ’27, el más gongorino de todos, pero en la sinceridad de sus metáforas campesinas, en la dulzura con que sabe componer las más recias estrofas de la lengua, en la inteligencia sensible de la “Elegía” hay, más allá del poeta que pudo ser, una enseñanza que todavía hoy tiene un sentido. Una enseñanza que tiene que ver con la sinceridad a la hora de abordar el poema como un instrumento para ir entendiendo la propia vida, con una retórica más pendiente de la tradición que de las modas literarias que se repiten sin reconocerse, capaz de absorber las novedades que aporten ramas frescas al árbol de la tradición, pero sin subirse por entero a ellas cuando aún son frágiles y quebradizas. A Miguel Hernández no se lee hoy tanto como se lee a García Lorca o a Luis Cernuda, pero su lección está ahí: más dura, más trabajosa de aprender, pero igualmente enriquecedora y necesaria. Sí, es verdad: ha llegado la hora de leer a Miguel Hernández.
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