Células de resistencia
Iconos del compromiso con la libertad y la democracia, artesanos de los sones populares, rescatadores de los versos de los poetas mediterráneos e iberoamericanos, los cantautores protagonizaron sin nostalgia un encuentro en Valladolid
Día 08/05/2011
«Ahora somos dueños de nuestras carreras pues nadie nos hace caso». Esta esclarecedora revelación del músico y productor Luis Delgado abrió el pasado 11 de abril su diálogo con María del Mar Bonet en el VII Simposio sobre Patrimonio Inmaterial «La voz y el mensaje», organizado por la Fundación Joaquín Díaz y la Cátedra de Estudios de la Tradición de la Universidad de Valladolid en la localidad vallisoletana de Tiedra. Lejos de estar inactivos, Paco Ibáñez, Pablo Guerrero, Marina Rossell, Amancio Prada, Vitorino y Martirio, entre otros participantes en el encuentro, a pesar de esta primera declaración siguen ofreciendo recitales, grabando discos y, sobre todo, reivindicando el compromiso del arte con su entorno.
Los dos días de debates y conversaciones rodeados de verdes campos de cereales y una primavera volcánica, lejos de un espacio para la nostalgia de estos cantautores que reivindicaron y pelearon por la democracia y la libertad antes y después de la muerte del dictador Franco, dentro y fuera de España, fue un oasis de compromiso y resistencia. Lo cierto es que todos coincidieron con el berciano Amancio Prada en aquello de que «la poesía que no se lee, que no se canta, no es poesía», y a tenor de sus testimonios de poco sirve cantar a Góngora, Lorca, Cernuda o Goytisolo si no se les escucha. Pero lo tiempos son duros de oído como revela que en una de las mayores tiendas de música de Madrid encontrar los discos grabados por estos autores, obligatorios en los hogares de la progresía hace casi cuatro décadas, es en estos momentos una tarea detectivesca frustrante. Hasta tal extremo hay desmemoria y pereza entre discográficas y aficionados que Pablo Guerrero confesaba como sobre algunas de sus canciones no posee los derechos no ya para cobrar su autoría sino siquiera para editarlas de nuevo.
Una adoquín en el salón
Bien es verdad que con el tiempo acumulado detrás de una vida plena, la memoria es ciertamente selectiva. A pesar de ello, lo cierto es que todos en sus inicios no barruntaron ni con la imaginación más encendida la importancia que adquiriría sus poesías cantadas para una generación asfixiada por el régimen franquista, la misma generación en en masa les ha olvidado. Quizá con ese pesar Paco Ibáñez afirmó que «para cantar A galopar hay que hacerlo con las entrañas, pues tener un adoquín en el salón no es hacer la revolución».
Los relatos orales de estos cantautores parten del mismo ámbito: el rural y su confrontación con la modernidad y una cultura urbana vanidosa. Sin ir más lejos, Pablo Guerrero, nacido en Esparragosa de Lares (Badajoz) creía que «el mundo se acababa en la última encina del pueblo». Mientras Paco Ibáñez, en el caserío familiar de Apakintza (Guipúzcoa) soñaba siempre con «el año que viene a Francia» como espacio de expansión y crecimiento personal, a la vez que Marina Rossell reconocía que salió del pueblo —Castellet i la Gornal (Barcelona— «aborreciendo su música y canciones, pues quería ser moderna». Pero las raíces del pueblo ya habían arraigado. De inmediato, al coger sus primeras guitarras el compás les devolvió a la cultura popular, percibiendo que superaba en fondo y forma a la metrópoli, apocada por la modernidad impuesta. María del Mar Bonet, la única urbanita del grupo, siempre tuvo claro que «las canciones tradicionales son más actuales y atrevidas».
En ese debate, el portugués Vitorino dio en la clave, una al menos, sobre la vigencia de la canción popular al recordar las aldeas lusas «aisladas» de la época dictatorial de Salazar, algo que por lo demás contribuyó a «una creatividad rica y viva». La otra clave la aportó Luis Delgado al apuntar que «la música popular nos llega tras pasar una criba natural de siglos, y lo que llega es oro en polvo».
.Aun con todo ello, los ponentes coincidieron en la transcendencia de esa veta para abrir caminos que rompieron fronteras musicales y conceptuales, entre género y conceptos de alta cultura y cultura popular. De hecho, aunque no lo llegaron a verbalizar, estos cantautores, igual de Raimon, Llach, Aute, Parra o Serrat, han perfilado otra tradición, aún en desarrollo y que cuenta con un punto de apoyo unánime: la poesía.
El más poeta de los cantautores, Pablo Guerrero, siempre lo tuvo claro: «Desde el principio «aposté por dar más importancia a la letra que a la música». Pero la pregunta es cómo llegaron a la palabra y entresacaron de entre los metros de los versos las melodías agazapadas, para poco a poco volver a reivindicar sin pretenderlo la juglaría, eso sí, no para reyes, ni poderosos. La influencia francesa de mano de Brassens, Brel (belga pero francófono), la música mediterránea, junto a los versos de San Juan de Dios, Jorge Manrique, Lorca, Cernuda, Goytisolo, más los sones populares, acabaron armando unas células de resistencia frente a la homogeneización anglosajona, especialmente estadounidense, una de las bestias negras de Paco Ibáñez.
Reivindicación de la copla
También es cierta la inocencia de aquellos primeros años, como bien señaló Marina Rossell al confesar que «cantábamos cosas que entonces no existían, e incluso no sabíamos que existían», y que con el paso de los años se han olvidado en la normalidad de lo que parece que siempre estuvo ahí. Pero no sólo esa generación de cantautores tuvieron que quebrar conceptos entre los suyos. Martirio, tras su paso por Jarcha, «tuneó» su peineta y se alió con Kiko Veneno y Rafael y Raimundo Amador con el propósito de «no renunciar a mis raíces y a la modernidad», esa misma modernidad que la recibió con recelo en su reivindicación de la copla, que como recordó «tuvo su auge con la República», género que considera uno de los patrimonios más universales de todos los españoles.
Información http://www.abc.es/
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