lunes, junio 06, 2011

Hijo de la luz y de la sombra


Hijo de la luz y de la sombra

Por Héctor I. Monclova Vázquez

Publicado: lunes, 6 de junio de 2011


El 28 de marzo de 1942, en el Reformatorio de Adultos de Alicante moría de tuberculosis un pastor de cabras cuyos ojos, se cuenta, nadie los pudo cerrar. Así, con los ojos abiertos, el muerto que había vivido 31 años entraba en una oscuridad que amanecía en España. En años de más luz, como otro pastor de la historia, éste, que acompañaba a la paz del campo con una armónica, también hacía salmos, cánticos de leche y miel, y sangre y sudor y hambre y tierra y muertes y rayos. Un pastor que por orden paterna dejó los estudios para dedicarse a su rebaño, y al que un canónigo expuso a letras que lo llevarían al redil de lo que sería. Un poeta. Un gran poeta de España. Miguel Hernández.

Moría en la oscuridad con su obra censurada, un hijo muerto y otro que le sobreviviría a fuerza de mamar el pecho de una mujer que la guerra sólo había permitido nutrirse de cebollas. Acuñándose en su vida el término de ruiseñor de las desdichas, tras ser miliciano de los vencidos y dispersos de aquella guerra que evisceró a su país, vive en la clandestinidad, es apresado, condenado a muerte, condenado a treinta años, liberado, apresado nuevamente y por última vez, en su Alicante, donde la enfermedad haría de su encarcelamiento prisión perpetua y pena capital en una misma muerte.

A 30 años de su ida, en 1972, un poeta catalán, a la sazón de 29, llamado “genio del verso”, musicaliza, pastoreado, la obra del valenciano de 31, y dándole luz la pone en boca de todos los hijos de la lengua española, dándonos elegías, bocas, vientres, miembros amputados y retoñados y nanas de cebollas de su mano.

A cien años de su vida iniciada, en 2010, Joan Manuel Serrat, ya mayor que el muerto, con más de seis décadas vividas, toma más obra de aquel pastor, de la primera, saltarina casi adolescente y de la mayor madurez que le permitiría su corta existencia, titulando al trabajo discográfico resultante como uno de sus más logrados poemas, “Hijo de la luz y de la sombra”. Con él recorrería el mundo, celebrándole el siglo, terminando ese ciclo el pasado 30 de mayo, en la Sala de Festivales Antonio Paoli del Centro de Bellas Artes.

En este evento, la mitad del repertorio pertenecía al poeta de Orihuela. Una lista que comenzaba con la musicalización del poema La palmera levantina, y no se detendría hasta llegar a El herido (Para la Libertad), y que atravesaría por ese relato del golpe de la miseria en la infancia que es Las desiertas abarcas, la prueba a golpes de la vida que la forja en Dale que dale, su canto de luto amigo amado universal Elegía (en una pantalla detrás del cantautor una imagen manipulada de Ramón Sijé, su amigo muerto de la infancia al que le dedicara el poema, desde una calavera iba tomando carne, color, mirada y hasta una suave sonrisa), Si me matan bueno, Tristes guerras, su credo de amor Menos tu vientre, el que quizás sea su mayor canto de consciencia, la abismal Hambre, las terriblemente tiernas Nanas de la cebolla, y su madrigal de celeste carne Hijo de la luz y de la sombra”.

Ya concluida esa parte, Serrat, junto a su pequeño conjunto de guitarra, piano, bajo, violín, batería y teclado, dirigido por su pianista, arreglista y amigo de siempre, Ricart Miralles, entonces se dedicó, con la fluidez de un hombre de mil vidas, tranquilo y de buen humor a interpretar lo suyo propio para un público formado en su mayoría por aquellos que comenzaron a quererlo en sus primeros tiempos. En esta parte ejecutaron temas tales como Sinceramente tuyo, La bella y el metro, Locos bajitos, Mediterráneo, Disculpe el señor, Mi pueblo blanco y Hoy puede ser un gran día.

Al público no dejarlo ir, resonando como a sus 20 años, el catalán salió dos veces más, dedicándoles a los presentes su musicalización de ese otro poeta español a quien la guerra quitaría la vida después de la guerra, Antonio Machado, por la que ha sido celebrado a través de las décadas, Cantares, además de No hago otra cosa que pensar en ti, Señora y su inagotable lamento Lucía.

Al final de la noche Serrat había cumplido con aquello a lo que Neruda urgió para su amigo, poeta ido: el deber de recordar a Miguel Hernández, que desapareció en la oscuridad, y recordarlo a plena luz. El cantautor había pastoreado la noche para ello.



Información http://www.claridadpuertorico.com/

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