Fallece Joan Barril: La última metáfora
SALVADOR SOSTRES Barcelona
Actualizado: 13/12/2014
Joan Barril i Cuixart (Barcelona, 1952) fue siempre maestro y serpiente, totalmente generoso y mezquino totalmente, pero nunca haciendo promedio. Sus grandes virtudes, inconmensurables, enormes, no menguan comparándolas con sus defectos. No tengo uno sino dos muertos, y no los pongo uno encima del otro sino al lado para que cada cual pueda tener su nombre y su peso.
Habló en la Ser, escribió en El País, en La Vanguardia y en El Periódico. Fue siempre de izquierdas y se vendió siempre al mejor postor. Acabó siendo asesor de Duran i Lleida y presentador de Catalunya Ràdio.
Los que le conocimos, y le quisimos, asistimos paulatinamente, y con tristeza, a la mediocre combustión de su gran talento por no saber diferenciar entre lo fácil y lo correcto. Y entre el Barril encantador que desaemaba con una metáfora brillante e improvisada, tal como tomaba un gintónic o se subía a un taxi, y el Barril quirúrgico, letal, y que todavía esperaba salvarse a través de su obra, venció siempre el de la pereza y la superficialidad, y vivió siempre surfeando; aunque durante muchos años pudo disimularlo porque su tabla fue más gigante que cualquier ola.
Escribió libros sobre perdedores afortunados (Un submarí a les estovalles), sobre ser padre (Condición de padre), sobre la infidelidad (Parada Obligatoria), sobre geografías ignotas (Namíbia) , y toda clase de extrañas novelas sin la menor trascendencia pero con las que ganó los premios mejor dotados de la literatura catalana (el Pere Quart en 1988, el Ramon Muntaner en 1998, el Serra d'Or en el 2000, y el Premi Sant Joan de Caixa Sabadell en 2010), porque incluso los restos de su talento fueron bastante más suculentos que la mejor capacidad de tantos escritorzuelos de su tiempo. Le acusaban de abusar de las metáforas pero las tejíó como nadie.
Cultivó la amistad del modo más apabullante, y vampirizó a sus amigos del modo más escandaloso. Creó un mundo en el que a todos nos halagó haciéndonos sentir necesario necesarios y a todos nos necesitó para mantenerse. Fue un padre total, de cuatro hijos más uno, como a él le gustaba decir, porque su segunda esposa, la ginecóloga Carlota Basil, llegó al matrimonio con una hija anterior, Alba, de la que se ocupó y a la que quiso como a sus cuatro hijos posteriores, Lluís, Carles, Joan e Isabel.
Escribió tres letras para su gran amigo Joan Manuel Serrat (Salam Rashid, Mírame y no me toques y Sombras de la China), y nos dejó a todos asombrados con sus añagazas para alargar casi hasta el infinito el cocido de su genialidad, que al final también se extinguió del modo más deprimente, como su vida. Su fantástica generosidad topó con su cinismo de los últimos años, y aunque no está bien juzgar a un amigo que muere, empezó a fallecer cuando dejó de poner acentos de luz, y de lucidez, en aquello en lo que creía, y se puso pragmático del modo más vulgar y ello acabó consumiendo su alma vaporosa y delicada.
Y aunque es cierto que en los tiempos finales algunos nos enfadamos con él, nunca ni nadie tanto como él consigo mismo. Juré guardarle un significativo secreto hasta que todos sus hijos fallecieran, o sea que una parte de su vida continúa viva en mí y si Dios quiere me la llevaré a la tumba.
Comimos, bebimos y no quisimos hacer caso de las advertencias. Nos burlánamos de Hacienda y de los médicis. Siempre tuvimos más ginebra que priblemas. Vivimos como si el mañana no importara y al final ha llegado.
Nos acusó de dejarle solo pero simplemente nos fuimos retirando de la línea marrón en la que él permaneció huyendo y regresando, y casándose por tercera vez, con Gloria. Sus hijos dejaron de hablarle y la cirrosis que le ha acabado matando no se la confesó a nadie. Oficialmente ha sido una neumonía, tal como oficialmente siempre fuimos felices e hicimos siempre lo que quisimos, porque fuimos los mejores y fuimos invencibles
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