Los mejores atardeceres del Mediterráneo
A esos atardeceres rojos que cantara Serrat, de Algeciras a Estambul el Mediterráneo está salpicado de favorecidos miradores desde los que puedes asistir a una de esas tardes inspiradas en las que el mar engulle al astro rey entre fogonazos rojos.
Puede que no haya en todo el Mare Nostrum un atardecer más aplaudido que el que despacha el Cabo Sunion, una atalaya desde la que, en los albores de nuestra era, se vigilaban los barcos que se aproximaban a Atenas. A 70 kilómetros de la capital griega, el único pero que puede ponérsele al soberano espectáculo de ver caer el sol entre las columnas de su Templo de Poseidón es la cantidad de admiradores que acuden hasta aquí en peregrinación capaces de espantar a los poco amigos de las muchedumbres y robarle algo, pero sólo algo, de su magnetismo.
Sin salir de casa, la costa mediterránea no escatima tampoco a la hora de ofrecer escenarios con los que encandilar, como los abruptos promontorios del Cabo de Creus, en la última punta de ese golfo de Rosas que remata hacia el noreste el litoral de la Península o, del otro extremo, las incluso en pleno verano rara vez masificadas playas del Cabo de Gata, por las que auparse al punto más alto que se tenga a mano y apreciar en silencio cómo el azul se torna en rosa, o en un naranja encendido, y los perfiles de sus picachos volcánicos van vistiéndose de penumbras.
Emocionantes también, las puestas de sol que se dejan paladear, aliñadas con música chill-out, desde el Café del Mar, el Mambo o el Kumara de Ibiza. O, también en la isla pitiusa, los algo más íntimos que regalan en sus tardes inspiradas Punta Galera y Cap des Falcó, el arenal de cala d’Hort sobre los islotes de Es Vedrá y, desde luego, los del romántico hotel Hacienda Na Xamena, sabiamente colocado en lo alto de un solitario acantilado rodeado de pinares por cuyo centro tiene a bien esconderse el sol, dejándose admirar incluso desde el spa que, al aire libre frente al mar, se descuelga por pequeñas piscinas y cascadas entre sus roquedos salvajes.
También la vecina Menorca anda sobrada de escenarios impactantes, pero puede que ninguno sea capaz de hacerle sombra a los atardeceres que se escenifican desde la cueva den Xoroi, cuyos pétreos recovecos se transforman cada noche en una de las discotecas ineludibles de la isla. Unas horas antes, las puestas de sol desde las terrazas suspendidas al borde del abismo de sus acantilados son pura mística a paladear con emoción y respeto.
Si en la orilla sur del Mediterráneo el café Sidi Chabaane del encandilador pueblito tunecino de Sidi Bou Said es todo un clásico para disfrutar la hora bruja del atardecer entre las mesas de sus terrazas cuajadas de buganvillas, en la orilla norte se van hilvanando mil y un escenarios también soberbios. Como el que regala el glamouroso puertito francés de Saint Tropez cuando cae el sol entre los mástiles de veleros y yates con sus fachadas de color pastel como telón de fondo. O por la carretera que, no lejos, va desde Antibes en dirección Saint-Jean-Cap-Ferrat entre pinares, mansiones y el mar respaldado a lo lejos por las cimas a menudo nevadas de los Alpes, sumando vistas capaces de rivalizar con las de la mismísima Costa Amalfitana del Sur de Italia, donde una carreterita mínima se las apaña para ir salvando los precipios de vértigo a los que se asoman sus históricos pueblitos.
Subirse a la hora justa a las murallas que encierran el casco antiguo de Dubrovnik, en Croacia, permitirá apreciar esta bellísima ciudad, caminada una y mil veces, con nuevos ojos. Y también será un punto y aparte agenciarse una terraza con vistas para ver caer el sol desde de Oía en Santorini, o sobre los molinos y las cúpulas azules que coronan los muros blanquísimos de esa otra joya griega que es la isla de Mikonos.
Pero si hubiera que quedarse con un único ocaso, éste habría que dedicárselo a Estambul, desde los barcos que surcan el Bósforo o las azoteas de los cafés de su céntrico barrio de Sultanahmet, caminando por la bocana del no por casualidad denominado Cuerno de Oro o, mejor todavía, desde las alturas de esa Torre de Gálata que construyeron los mercaderes genoveses cuando campaban por la antigua Constantinopla. Desde sus alturas, los minaretes de las omnipresentes mezquitas que tapizan el horizonte se tiñen de fuego mientras se disparan como lanzas hacia el cielo y hacia el corazón de los afortunados que asisten a esta puesta en escena tan teatral, tan sublime, tan de dejar una profundísima huella en el alma del viajero.
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La visita a la Cova den Xoroi, en Cala en Porter (Menorca), un espectacular balcón al Mediterráneo colgado entre los acantilados. Lo mejor es llegar antes del atardecer, aunque desde por la mañana hasta el comienzo de la noche puede visitarse por 7 €, con una cerveza o un refresco incluido en el café instalado dentro de la cueva o en su terraza. Y, de noche, allí mismo se viven las fiestas más divertidas de la isla.
Información http://www.hola.com/
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