Su voz –intensa, profunda, cascada—resonó tras el escenario: Con tres heridas yo vengo: la de la vida, la de la muerte, la del amor.
No serían sólo unos versos, un canto, ni una simple tarjeta de presentación. Era el mismo Joan Manuel Serrat quien así llegaba al Auditorio Nacional la noche del viernes pasado. Con tres heridas en su cuerpo, en su alma, en su voz.
Lágrimas, risas, luces, sombras, cantos y gritos –¡Viva la República!—rasgaron la noche del cantautor.
Largo y flaco, enfundado en pantalones de mezclilla, camisa azul marino y saco negro, el de Barcelona entregaba su canto, sus recuerdos, sus pensamientos: “Dice un proverbio árabe que las guerras son el gran negocio de los reyes y los poderosos…”; frases puestas en Chaplin: cuando matan a uno, dicen que es asesinato; cuando matan a miles dicen que salvan a la patria…Tristes, tristes almas…, el número ennoblece el crimen.”
Comenzaba la propuesta de este concierto: Hijo de la Luz y de la Sombra, un mano a mano con poemas de Miguel Hernández –muerto en las cárceles franquistas–, en homenaje al centenario de su nacimiento.
Diez mil almas abarrotaban el lugar. Serrat narraba avatares del gran poeta de Orihuela, del pastorcillo de cabras perseguido por los franquistas hasta que acabaron con él a los 31 años. El silencio profundo del público le seguía.
Un día –narró–, Miguel Hernández recibió en la cárcel una carta de su esposa. Acababa de vender la última cabra que les quedaba para alimentar a su hijo, de apenas unos meses de nacido; sólo restaba una gallina negra. Pero, seguramente atribulada por tanta carga, también sucumbió. No quedaron más que cebollas, sangre de cebolla…
Se alzó entonces su canto: Nanas de la cebolla, y las lágrimas corrieron al compás de la música y la letra.
Al fondo del escenario –tras las figuras de la violinista Martha Roca, del guitarrista Israel Sandoval, del bajista Daniel Caselles, del baterista Vicente Clemente y de Ricardo Merallas en los teclados—pasaban en blanco y negro imágenes de la época de la Guerra Civil española; y a los costados del escenario, dos enormes pantallas a los lados del escenario amplificaban el rostro de Serrat: sus cejas caídas, su melena ya rala, las canas enmarcando una mirada y unos labios que aún sonríen a plenitud.
Las canciones se desgranaron: Elegía, Si me matan, Menos vientre, El hambre, Hijo de la luz y de la sombra, Para la libertad… Los aplausos se arrebataron en el enorme auditorio y cerrar así la primera parte del programa.
Después vendrían la nostalgia y la alegría. Bromas, anécdotas, parodias entreveradas a Princesa, Mediterráneo, Sinceramente tuyo, Disculpe el señor. Y, por supuesto, Cantares, seguida a voz en cuello por miles de asistentes.
Serrat sonreía, volvía el micrófono hacia el público, cantaba una frase, la gente seguía con la siguiente y así, una y otra vez golpe a golpe, verso a verso.
Huelga decir que no lo dejaron partir al concluir el programa. Una y otra vez hubo de volver Serrat al escenario a cantar. Dos, tres, cuatro y hasta seis canciones más. Ya solo incluso, guitarra en mano y la voz agotada, todavía regalaría Señora, Penélope y remataría con La Fiesta.
Joan Manuel Serrat –y con él muchísimos más—recuperaría en esos momentos, a sus 67 años, “fantasías de tiempos pasados”. Sólo que esta vez su voz y su ser transmitían de manera profunda sus tres heridas: la de la vida, la de la muerte, la del amor.
martha.anaya89@yahoo.com.mx
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Imagen e información http://www.elarsenal.net/2011/
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