Miguel Hernández, poeta del pueblo
viernes 18 de marzo del 2011
Fernando Balseca
Miguel Hernández regresa con fuerza a estar en el ambiente gracias al cantautor Joan Manuel Serrat, que ha venido al Ecuador con los versos musicalizados de quien ofrendó su vida a los ideales republicanos de una España herida por el totalitarismo. La trascendencia de Hernández –uno de los bardos más queridos por los lectores del orbe– es la expresión de su origen humilde, del ambiente campesino de su niñez, de su juventud marcada por una vitalidad entusiasta por la justicia, y, acaso, de su cruel muerte. En octubre de 2010 empezó a celebrarse el centenario de nacimiento del poeta.
Esta perdurabilidad de Hernández se justifica por la calidad y sensibilidad de su producción lírica, en la que sobresale su propósito de hacer carne la escritura, pues fue un artista que combinó su actuación en el frente de guerra con las actividades literarias propias de un intelectual comprometido. Impresiona cómo, en medio de esa tremenda tensión en la que puso en juego su misma vida, Hernández pudo concebir versos exaltados de cólera revolucionaria y a la vez repletos de ternura, y regalar miradas compasivas hasta para los contrincantes apostados en el otro lado de las defensas.
Sus versos de tono épico fueron recitados en las trincheras y difundidos en emisiones de radio, a veces por él mismo. Fue responsable del departamento de cultura de los voluntarios, preparó las publicaciones de la brigada, instruyó a los soldados sobre el sentido de la lucha, visitó las zanjas para arengar a sus camaradas, fue jefe del altavoz del frente (instalaba altavoces dirigidos hacia el bando contrario para hacerse oír por los soldados adversarios), fue comisario de guerra, y creyó en que podía producirse el milagro de la victoria comunista. Pero el poeta murió en la cárcel.
Para él, la poesía era un arma más del combate: Viento del pueblo (1937) lleva por subtítulo “Poesía en la guerra”. Escribió letrillas de canciones que se entonaban en la vanguardia: “Déjame que me vaya, / madre, a la guerra. / Déjame, blanca hermana, / novia morena. / Déjame. // Y después de dejarme / junto a las balas, / mándame a la trinchera / besos y cartas. / Mándame”. También transmitió mensajes de contundente sabiduría: “Andaluces de Jaén, / aceituneros altivos, / decidme en el alma: ¿quién, / quién levantó los olivos? // No los levantó la nada, / ni el dinero, ni el señor, / sino la tierra callada, / el trabajo y el sudor”.
En medio del dolor de la cruenta guerra civil, pensó en su mujer, en su hijo, en el amor. El rayo que no cesa (1936) trae este inolvidable soneto: “Tengo estos huesos hechos a las penas / y a las cavilaciones estas sienes: / pena que vas, cavilación que vienes / como el mar de la playa a las arenas. // Como el mar de la playa a las arenas, / voy en este naufragio de vaivenes, / por una noche oscura de sartenes redondas, / pobres, tristes y morenas. // Nadie me salvará de este naufragio / si no es tu amor, la tabla que procuro, / si no tu voz, el norte que pretendo. // Eludiendo por eso el mal presagio / de que ni en ti siquiera habré seguro, / voy entre pena y pena sonriendo”.
Información http://www.eluniverso.com/
Imagen de Verena Sánchez Doering
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